En momentos como este, decido escaparme a ese país. Ese lugar tan pintoresco que invita a sentarse en un café, irónicamente tomando un té... humeante, aromático, transparente. Pudiendo mirar por el vidrio mojado por los chaparrones constantes, una ciudad que cambia de color en cada esquina, que combina las flores mas lindas con los olores mas ricos existentes en este mundo.
Y ahí esta, mi lugar. No entra ni un centímetro mas de bufanda, ni un talle mas de zapatos, ni un pelito mas. El lugar es exacto y perfecto. Cómodo, tranquilo, alegre, pícaro, atento y disfrutable. Nada me hace querer salir de ahí.
Veo paraguas, veo botas de goma, una mariposa que usa una rama como escondite. Completamente pacífica, espera al sol que no tarda en salir de detrás de esa nube platinada, para seguir su camino en busca de la flor mas rica de entre las mejores que tiene el puesto de la esquina.
Se asoma un rayito de sol y esa es la señal que decido usar para pararme. Camino tres cuadras por la misma vereda, doblo a la izquierda sin cruzar la calle y son tres cuadras mas. Cruzando el parque, ese parque que me gusta casi tanto como la suerte de jardín que me invente en el balcón. Puerta giratoria, siempre me exasperaron este tipo de puertas, son lindas si las miras, pero una vez adentro no podes esperar el instante en que termine de girar para que puedas salir.
Los personajes cotidianos del lugar, siempre tienen algo en que pensar y no se percatan de mi llegada, salvo uno. Siempre atento, amable y cortés, me saluda. Le devuelvo el gesto pensando en cuanto me recuerda a mi abuelo. Dieciséis escalones y ya estoy adentro. Ahora físicamente somos estas cuatro paredes, dos espejos, una barra y yo. Emocionalmente, puedo hablar del olor peculiar que siento a cuatro pasos de entrar, la luz perfecta que se filtra por la ventana frontal, la temperatura ideal de la madera y la música que ya esta sonando. Solo me queda, dejarme llevar.
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